La creación del ingenio mecánico llamado reloj constituye una de las intervenciones más importantes para la historia de la humanidad. Ésta tuvo lugar hacia finales del siglo XIII, cuando las ciudades empezaban a convertirse en verdaderas concentraciones de población y se estaba afianzando la nueva civilización urbana.

El paso del tiempo dejó de ser señalado de forma paulatina por le movimiento del sol, en el que todos los pueblos de la antigüedad basaban su vida civil, dividiendo el día en dos partes determinadas por la hora en que el astro alcanza su máxima altura en el horizonte (el mediodía),  por el sucederse del ciclo de las estaciones.

Junto con  el toque de reunión con que las campanas llamaban a la gente para la celebración de las prácticas religiosas, comenzó también a oírse el de los primeros grandes relojes que, normalmente se construían en altas torres para que todo el mundo los pudiese admirar y consultar desde lejos. Las campanadas acompañaban el trabajo de los campesinos, marcaban las horas de trabajo de los habitantes de  las ciudades, representaban un estímulo eficaz dirigido a incrementar la eficiencia y la productividad laboral.< Los relojes a los que me he referido eran instrumentos de gran tamaño y muy costosos y por lo tanto es natural que su difusión estuviese generalmente al sector público. Pronto, sin embargo, se confeccionaron relojes para uso privado, de dimensiones mucho más reducidas, modelos de pared, de sobremesa y más tarde relojes portátiles.

En el siglo XIV y en el XV tales objetos, extremadamente costosos, eran más bien raros: su mercado, su mercado y por consiguiente su progreso técnico, estaba restringido al exclusivo ámbito de la clientela personal de soberanos, príncipes y nobles de la Corte.

El primer testimonio de la existencia de un reloj se encuentra en el inventario de bienes de del soberano de Francia Carlos V, extendido en 1380, donde se hace referencia a un reloj de plata, fabricado «sin una onza de hierro», solo con dos pesas rellenas de plomo. Relojes mecánicos estaban presentes también en la cámara del tesoro, o de las «maravillas», del rey de Francia Juan el Bueno (1350-64).Es conocida también la pasión por los relojes  del soberano francés Luis XI (1461-83), el cual, en 1481, pagó 16 liras y 10 centavos al relojero «Jehan de París, por un reloj provisto de esfera que da las horas, estando completo en todas sus partes; dicho reloj el rey lo adquirió para llevarlo consigo donde quiera que fuese. Se hizo retratar con él en varias ocasiones.

En el siglo XVI los instrumentos horarios se hicieron progresivamente menos raros, aunque continuaron siendo ingenios costosos, reservados a una élite. En 1518 Julien Couldray, un relojero de Blois, recibió una suma de doscientos escudos de oro por el pago de «dos dagas bellísimas cuyos puños estaban enriquecidos con dos relojes dorados destinados al uso del rey». Se trataba de Francisco I.

La pasión por estos instrumentos fue tan grande que el emperador Carlos V, que antes de retirarse al convento de San Jerónimo de Yuste en 1556, quiso que fuera consigo Juanelo Turriano, un relojero italiano. En 1596 en Gran Duque Fernando de Tirol, como se desprende del inventario de sus bienes, había creado, en el interior de su «museo» situado en el Castillo de Ambras, un espacio dedicado a los relojes mecánicos y a todo tipo de instrumentos astronómicos.

Los relojes, pueden incluirse dentro de la categoría de los llamados «curiosa artificialia», es decir objetos manufacturados cuyo valor estaba determinado por su artificiosidad y por su extrema curiosidad. En este sentido no podían faltar en las colecciones de los grandes señores de la época donde, como afirma J. von Schlossler (Colecciones artísticas y maravillas, 1908)»la presencia simultánea y mezcla de ciencia y arte, de espontaneidad y artificio, constituía la característica principal».

Ya entonces los relojes «realizaron una extraña combinación de esplendor imaginativo y de insuficiente técnica constructiva»; no se limitaban a indicar las horas, sino que mediante complicados mecanismos mostraban también el calendario y el movimiento de los planetas.

Otra consideración, ésta de orden sociológico, atañe al hecho de que gracias a tales ingenios fue posible «privatizar» el tiempo cotidiano. El reloj público resultaba útil para marcar la apertura y cierre de los mercados, para organizar la jornada laboral…pero el reloj de sobremesa, y todavía más, el portátil, eran accesorios personales, siempre listos para ser consultados, que hacían más tangible el paso del tiempo.

En 1589, Ana de Dinamarca, reina de Inglaterra, poseía un pequeño reloj-anillo provisto de un mecanismo que señalaba las horas no con una sonería, sino pinchando el dedo con un alfiler, para recordar el inexorable paso de las horas. La clara y profunda conciencia que se tenía en aquellos años siglos de la brevedad de la vida y la inmediatez de la muerte, pensamientos que se veían cada vez más reforzados a consecuencia de las epidemias que periódicamente diezmaban la población europea.

Relojes antiguos Museo Viena