El mercado de obras de arte y antigüedades, considerado como negocio con sus plusvalías anunciadas, sus inversores y sus especuladores, es de muy reciente creación. En nuestro país, prácticamente un recién nacido.
Por eso vamos a demorarnos brevemente en dar un repaso a las condiciones sociales y económicas que nutren y engordan tan peculiar y difícil comercio. El artista es un creador de belleza, o para decirlo más adecuadamente, un fabricante de halagos estéticos, independientemente de que su trabajo se inspire en la naturaleza o en símbolos abstractos. En cualquier caso, se apoya en una base muy endeble para iniciar un negocio. Como el sacerdote, el filósofo, el artista, productor de bienes intangibles, parece condenado a vivir de la generosidad de sus devotos. Y así lo hizo, con mayor o menor fortuna, durante siglos.
Desde el Renacimiento, el arte empezó a ocupar un lugar destacado en el devocionario de los príncipes, que se mostraron especialmente magnánimos con aquellos artistas que complacían sus gustos aristocráticos, siempre en un difícil equilibrio entre su fe cristiana y un recién descubierto hedonismo.
Con solo darnos una vuelta por el Museo del Prado, podremos tener una muy adecuada idea de lo que fue aquella estética aristocrática contemplando los grandes temas religiosos (la concesión a la fe cristiana que apoyaba al poder) las escenas de batallas y de hazañas cinegéticas (la guerra y la caza como deportes exquisitos) o las escenas mitológicas, que autorizaban el goce sensual del desnudo. Yo me detendría también a contemplar las escenas campesinas, los paisajes y los bodegones, porque ahí descubriríamos el cambio de gusto (el nacimiento de una nueva clientela) que se produce en Europa en el siglo XVII. Esta pintura de temas menos solemnes y de formatos más pequeños responde a los primeros encargos de una burguesía incipiente, que se atreve, por primera vez, a imponer sus propios criterios estéticos. Se trata de la primera manifestación del gusto burgués que nace en Flandes y los Países Bajos, dando lugar a lo que podríamos llamar la primera vánguardia artística europea manifestándose en el paisaje duro y en la naturaleza muerta, porque no se trata solamente de una innovación técnica de los medios expresivos, sino, sobre todo, de un radical cambio de concepto: el humanismo aristocrático como exaltación del ser humano en estado de santidad o heroísmo es sustituido por un marcado interés en la naturaleza como entorno y sustento del hombre.
Pero en términos de mercado esa nueva clientela burguesa no ha creado todavía una demanda suficiente para que las transacciones de obras de arte puedan considerarse negocio. La mentalidad puritana burguesa, que identifica el lucro como idea de premio al sacrificio, aún se muestra muy apocada ante los gastos suntuarios y sólo se permite el goce artístico si le sale barato. En el mejor de los casos, el burgués se mostrará razonablemente generoso con el artista, pero nunca magnánimo como el príncipe.
Velázquez, Van Dyck y Rubens, pintores cortesanos acogidos a mecenas principescos, no tuvieron que sufrir las penurias económicas de su contemporáneo Rembrandt, el primer genio artístico con una clientela burguesa. Si no había una equicialencia de gustos estéticos entre el aristócrata y el burgués, su relación con el ar-tista, en términos económicos, era la misma. Era una relación directa a través del encargo a precio y fecha fijos. Tanto el aristócrata como el burgués adquirían la obra de arte por placer o por vanidad, nunca por negocio. El negocio no empieza hasta que aparece el intermediario, lo que ha de ocurrir cuando el capitalismo ad-quiere tal pujanza que se hacen ‘necesarias nuevas especialidades en todos los campos de la producción y la distribución de bienes.
Cuando el artista se independiza del mecenas, o para decirlo de otra forma; cuando rompe la relación directa con su clientela, la producción artística presciende del gusto de sus eventuales destinatarios. En muchas ocasiones, incluso desafía y desprecia ese gusto «burgués». Pero esos artistas que viven su «bohemia» creadora no se dan cuenta de que, ejerciendo su derecho a la libertad y al riesgo coinciden con los sagrados valores del capitalismo, como son el libre comercio, la democracia política y la iniciativa creadora. No se van a librar de que el arte se convierta también en un negocio. Si la complejidad del sistema capitalista exige mayor especialización en cada rama del conocimiento, los productores, incluyendo al artista, trabajarán para surtir un mercado que desconocen, porque también el mercado se ha convertido en una especialización confiada a los economistas, los «brokers», los publicitarios; a todos aquellos que hacen atractivo un producto y saben venderlo. Para que el arte, que es un bien intangible, se convierta en negocio, tiene que generar unas plusvalías tangibles, que no pueden basarse únicamente en el gusto del capitalista, ya que el capitalista no «entiende» de arte.
Podrá darse el «capricho» de comprar un cuadro que le guste, pero si lo que pretende es hacer una buena inversión de su dinero en obras de arte tendrá que acudir al especialista. La plusvalía de una obra de arte (su revalorización en el mercado) depende, como es lógico, de la vieja ley de oferta y demanda. En principio, la obra de arte no «sirve para nada», pero tampoco el oro sirve para mucho y su escasez y su «brillo» lo han convertido, sin embargo, en patrón del dinero.
Desde hace siglos el oro es, fundamentalmente, prestigio económico. Por la misma razón, la singularidad de la obra de arte, como pieza única y significado excelso de calidad estética, representa un tangible prestigio. Sin embargo, a diferencia del oro, la calidad de la obra de arte es discutible hasta que los especialistas la «consagren» definitivamente. Si el oro y el arte, como respaldos del dinero, tienen que mantenerse escasos para generar confianza inversora, solamente una cantidad relativamente reducida de obras de arte podrá acceder desde el simple «capricho» estético a la categoría que tiene el metal precioso. Sabido es que una extensísima bibliografía histórica y crítica, además de su solemne presencia en los más prestigiosos museos del mundo, ha consagrado definitivamente a grandes artistas del pasado, pero las escasas obras de tan sacrosantos pintores y escultores que aparezcan en el mercado no generarán confianza si su autenticidad no está garantizada por el experto. Tan es así, que para quienes operan en este mercado, el nombre de cada uno de estos artistas indiscutibles aparece hermanado con el del estudioso que lo respalda: Zurbarán con Guinard, Goya con Gudiol, Turner con Wil ton, Murillo con Angulo, Sorolla a con Pons, los «fauves» franceses a con Marcel Giry, Picasso con Zervos, Eugenio Lucas con Arnáiz, etc.
Otra más arriesgada y azarosa historia es la selección de valores y los nuevos. El artista contemporáneo s no alcanza la «consagración» que lo se convierta en inversión rentable sin una fuerte inversión previa en su lanzamiento. La intermediación entre el valor artístico y su precio en alza está en manos de promotores audaces y entendidos, auténticos empresarios de un arriesgado negocio, que respaldan con su prestigio los incipientes méritos del joven artista; que imponen modas, vanguardias, precios. Hay dos ilustres nombres de un reciente pasado que nadie puede olvidar cuando se habla de esa figura del «marchante» artístico como promotor de brillantes novedades estéticas. Me refiero naturalmente a Vollard, quién nos dio a conocer nada menos que a Cezanne, y a Daniel-Henry Kahnweiler, promotor de esa primera gran vanguardia del siglo xx que fue el cubismo.